10. El primer burgués: un «paria» desclasado




Nos situamos entorno al cambio de milenio. Europa es una sociedad firmemente fundamentada sobre el sistema contractual del medioevo. Desde los tiempos de Carlos Martel, fundador de la dinastía Carolingia, los reinados se suceden. Se reparten algunos reinos entre sus descendientes. Pipino el Breve es coronado «por sorpresa y a traición» emperador de Roma por el papa León III. Éste le coloca la corona de emperador mientras rezaba en la basílica de San Pedro de Roma. En «agradecimiento» por la «grata sorpresa», cuya intención era dejar claro el poder del «sistema religioso sobre el político», y la prerrogativa de la Iglesia en el nombramiento del emperador, Pipino le concede todos los territorios conquistados a los lombardos en Italia. Finaliza esta dinastía y comienza otra con Oton I, «El Grande», hijo de Enrique I, que se hace coronar rey en Aquisgram, se declara rey de los lombardos de Italia y emperador del mencionado Sacro Imperio Romano Germánico.

En definitiva, que estamos en una época de relativa tranquilidad para el campesino centro europeo. Esta favorable situación crea cierta prosperidad entre aquellos siervos que gozan de mayor libertad y tolerancia por parte de sus señores feudales. Estos residen en sus castillos o abadías. En extramuros se reúne un variopinto número de personas, entre las que destacan los campesinos de las aldeas que forman el feudo para vender o intercambiar algún que otro producto excedente. Pero también llegarán buhoneros, mendigos, leprosos, ciegos con sus lazarillos, peregrinos, embaucadores, magos, alquimistas, prostitutas, juglares y, en fin, todos aquellos personajes que hoy llamaríamos «excluidos», que no pertenecen a ningún sitio; que no pagan impuestos ni están registrados en censo alguno, y muchos de ellos no saben ni el día en que han nacido ni posiblemente conocen a sus progenitores. Entre ellos están los artesanos, en su mayoría ambulantes, de donde surgirán los «burgueses».

La relativa prosperidad de los campesinos centro europeos permite la circulación de algo de dinero, que acuña el señor feudal o la Iglesia. Por lo general no serán monedas de oro, metal demasiado valioso, sino de cobre o de «vellón», como máximo de plata, que empiezan a circular como contravalor de la sobreproducción agrícola y para las necesidades del escaso comercio derivado de los mismos campesinos o ganaderos. Es el valor que Quensay, años después, reclamaría para el origen de la economía y que, en parte llevaba razón, pero que no va a significar un fenómeno económico de demasiada importancia. Es entonces cuando entra en acción la teoría económica de su colega, el escocés Adam Smith, quien consideraba que «nadie debe hacer lo que puede comprar con su dinero». Así, algunos campesinos creen que ha llegado el momento de demostrar a sus vecinos que han prosperado y piensan en adquirir «bienes de clase», como una prenda de vestir menos tosca que las habituales o una bonita silla de montar para el caballo que llame la atención y sirva a sus propósitos «clasistas». Como veíamos en el origen de estos bienes, nunca es el propio consumidor quienes los fábrica, porque eso carecería de sentido, sino otros que le superen en habilidad y gusto. Por tanto buscará a alguien que se los fabrique. Lo más probable es que fuera uno de esos personajes «excluidos» que pululan por extramuros los días de mercado.

Si los pedidos se consolidan, el artesano decide que es más conveniente dejar de ambular de un lado para otro y «establecerse». La idea de establecerse es consustancial con la idea de soberanía. El Estado es porque se ha «establecido», y el individuo establecido estrena, por primera vez, su propia «soberanía» con respecto a un lugar elegido para su establecimiento. Sin el establecimiento previo, el artesano no tiene posibilidad alguna de progresar; de plantearse ningún objetivo con un mínimo de garantía. Así es que elige el lugar donde pueda contar con más potenciales clientes, y de esta manera coge sus escasos bártulos y herramientas y se instala en los extramuros del castillo feudal o de la abadía. Nadie le va a decir nada porque nadie le toma en serio. Es un «excluido» más de los que rondan por los extramuros. Por tanto el primer «burgués» es un «paria», que comparte espacio con prostitutas, saltimbanquis, granujas de toda calaña, nadie le protege ni le ayuda si se encuentra en problemas, pero no hay otra alternativa si quiere que su «objetivo» se cumpla. Además, ¡no hay nada más lucrativo para sus negocios que la burocracia del Estado le deje en paz y se olvide de él!

La economía de mercado en Europa se afianza durante el Renacimiento, y la condición para que se produjera era la existencia de una población urbana consolidada, que fuera realizando libremente y con éxito sus objetivos sociales. Pero, sobre todo, que por fin pudiera poner en marcha un «sistema económico» eficiente y que trajera paz y prosperidad a la comunidad.

Esta población se intentó consolidar a lo largo de la historia de todas las ciudades importantes del Mediterráneo, y todas llegaron a cierto grado de cultura en la que se daban ya formas desarrolladas de economía de mercado y de capitalismo, pero, por una razón o por otra, sus aspiraciones se veían constantemente frustradas.

Esta oportunidad llegará cuando el burgués que habíamos dejado en los extramuros del castillo feudal, un ciudadano excluido y desclasado, a quien nadie preocupa su actividad ni su presencia, razón principal por la que progresa rápidamente, se le unan otros artesanos y progresivamente conviertan los extramuros de los castillos en nuevas ciudades, que con su actividad desborden todas sus expectativas de éxito económico y les ponga, por fin, en la pista del verdadero «sistema económico liberal», o del ejercicio pleno de la libertad que produce toda creatividad. Esto sucederá, sobre todo, en las ciudades centro europeas y del norte de Italia a finales de la Edad Media, gracias a la perfección de su sistema feudal y al relativo éxito económico de sus campesinos, que en parte coinciden con las que sufrirán la influencia de la Reforma de Lutero, pero que no será la causa determinante para consolidarse en la Francia calvinista y la Inglaterra anglicana. Naturalmente que todo el proceso se inicia en las ciudades italianas de Florencia o Venecia, pero estos no hacen sino comenzar a utilizar el «crédito», proveniente del lucrativo comercio de Oriente, como el arma para una nuevo «imperialismo» económico, lo que no quiere decir que fueran los verdaderos artífices de la revolución burguesa. Hacia 1600 los Médicis de Florencia eran ya los banqueros de la nobleza europea y ya ejercían con cierta autoridad su poder «imperial» en el continente, colocando a miembros de su familia en tronos y obispados. Era la primera clara señal del futuro dominio del sistema económico en Europa y, posteriormente, en todo el mundo.

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