3. La creatividad de la mente y el valor capital del tiempo




El primer hombre económico e inteligente, con una cierta noción del tiempo, desarrollará inevitablemente la idea del futuro como algo que está en el tiempo y forma parte de la duración de las cosas. El futuro es lo único que le angustia porque su «memoria del pasado» le demuestra que su realidad presente es precaria, vive con la seguridad de que «sólo es cuestión de tiempo» que vuelva a tener necesidades, porque, aunque esté momentáneamente saciado, tendrá que volver a «crear» para volver a saciarse.

Esta sensación sólo angustia al hombre porque es el único ser vivo realmente consciente del tiempo. El animal no siente angustia alguna, porque toda su vida es presente, y reacciona sólo cuando siente hambre. En ese momento pone en marcha toda su capacidad «creativa», pero que es fruto de la «especialización» de un comportamiento «efectivo», es decir, adquirido por la repetición con éxito de un comportamiento, que lo convierte en una determinada «especie». De esta manera, el comportamiento repetitivo se convierte en un «comportamiento específico», o propio de una «especie», que condiciona su propia capacidad funcional para obtener la satisfacción inmediata de sus necesidades. Pero si cambian constantemente las condiciones del medio ambiente, su comportamiento no podrá ser «repetitivo» y, por consiguiente, no podrá devenir en «especialidad». Finalmente, ciertos animales asumirán que su comportamiento tiene que ser permanentemente «creativo», y, gracia a ello, superarán la «alienación a sus instintos» en favor de la «liberación de su creatividad». Así es como debe surgir el «ser humano», una «especie animal» que, paradójicamente, carece de una «especialización».

Algo tan importante y que produce tanta angustia como es el tiempo y la duración de la cosas no podía dejar de ser valorado por el primer ser humano consciente de él. No debía de preocuparle tanto la muerte, que se produce al final de su duración, es decir, a largo plazo, sino el problema inmediato de la supervivencia, del que debe ocuparse constantemente; o los problemas que se le plantean a corto plazo. Esta primera noción del tiempo y de sus consecuencias inmediatas le angustian, pero le permite, no obstante, concebir estratégicas de supervivencia a corto plazo, o, lo que es lo mismo, «plantearse objetivos económicos a corto plazo», para los que es fundamental gozar de plena libertad de acción. Si los animales son «salvajes», no es más que un mecanismo de la naturaleza para permitirles proteger su libertad. Por tanto al tener noción del tiempo, es precisamente el tiempo el que constituye el valor fundamental para la realización de sus objetivos, porque todo lo que no sea trabajar para el objetivo propuesto es «perder el tiempo».

Y esto es lo revolucionario: «el tiempo se gana o se pierde», por lo que es un valor económico de «capital» importancia. Si es un valor económico con una duración determinada, es una cantidad de algo que se convierte en un «bien de capital»; es decir, «el tiempo es el primer capital de la historia del hombre», y, por la misma razón, el hombre que toma conciencia del valor del tiempo se convierte automáticamente en un hombre económico. La elección de sus objetivos determinará, a su vez, la forma en que invertirá su tiempo (su capital), y del acierto o del fracaso en su inversión obtendrá beneficios o pérdidas. Su primera inquietud es «invertir bien su tiempo». Inquietud que sigue siendo fundamental en el hombre actual.

Pasemos ahora a otro aspecto del devenir del ser humano. Aristóteles sostenía que la parte es posterior al todo, por lo que el ser humano necesariamente debería comenzar a tomar consciencia de sí mismo, no como «individuo», sino como «colectividad» o «comunidad» aún antes de ser consciente del tiempo. Pero en la medida de que es consciente del tiempo progresivamente también llegará a ser consciente de su individualidad.

Por tanto nos estamos refiriendo al hombre que progresivamente va emergiendo de la naturaleza para concebirse a sí mismo dentro de ella. Dada la precariedad de sus primeras ideas (concepciones de la realidad), lo primero que requiere su interés es conocerse como objeto que está en la naturaleza, más que como sujeto que está en sí mismo; es decir, se preguntaría por sí mismo como ser humano, no como individuo; trataría de encontrar las respuestas a las sustanciales diferencias con respecto a los otros seres de otras especies y al resto de los cosas que formaban su precario mundo material e intelectual. El interés por el individuo, o más concretamente por la persona que hay en todo individuo, ya que éste no puede dejar de ser parte de lo común, no llegaría hasta el mismo Sócrates, después de que la filosofía alcanzara ese estadio de sabia relatividad que constituían los sofistas.

La persona es un sujeto imposible de concebirse a sí mismo, pero el hombre, como especie, es un objeto cuya sola presencia permite identificarlo como tal, con características fijas y estables, es algo concebible y objetivo. La persona, en la medida de que goza de libre albedrío, tiene un futuro «imprevisible» y poco estable. La lucha de la persona por alcanzar cierta certidumbre sobre sí misma provoca un constante impulso hacia la búsqueda de estabilidad, que se traducirá en una actividad constante por proponerse objetivos en el tiempo, que según su conciencia le proporcionarán la estabilidad necesaria y pondrán fin a su angustia.

Quiera o no tan pronto como sea consciente del tiempo lo será también de su subjetividad. Como hombre libre y económico a la vez, sus objetivos en busca de estabilidad tendrán dos concepciones distintas: la material y la mental (podríamos añadir también la «espiritual», pero eso nos llevaría a consideraciones teológicas, que veremos más adelante), pero ambas progresarán al unísono. Los logros de la mente contribuirán a los logros de la economía y los económicos contribuirán a los de su mentalidad. De esta manera la civilización progresará de forma armoniosa y todas las disciplinas creadas por él: arte, política, filosofía, teología, ciencia, técnica, industria, deporte y la guerra, progresarán irremediablemente al unísono, aunque serán las artísticas las que avancen más rápidamente, incluso llegando a cierta canonización y perfección en tiempos de Pericles.

Otro de los logros de su capacidad cognoscitiva inicial es la convivencia social, o la formación de un grupo social estable, fruto de su inicial «conciencia colectiva», y basado en lazos consanguíneos o familiares, en contra de su creatividad y creciente individualidad que le exige «libertad». Es el conflicto entre la «persona potencial» que hay en el individuo y la «comunidad» lo que hace imposible el conocimiento de sí mismo, hasta que no llegue a concebirse como tal persona y no como individuo.

La comunidad y el individuo forman una unión dialéctica inseparable: o la comunidad subyuga al individuo común o el individuo, convertido en líder, subyuga a la comunidad. Son inseparables porque son el todo y la parte, y la parte se aliena al todo, de manera que el individuo no puede «ser él mismo», o tener «entidad propia», sino aquella entidad que le otorgue la comunidad o el todo.

Puede que el individuo común tenga carácter y temperamento propio, que son dos características de la herencia genética, pero no «personalidad propia», pues si quiere permanecer y ser aceptado por su comunidad no puede ser un individuo «fuera de lo común». Es decir, como individuos siempre «somos distintos de nosotros mismos», la distinción la marca el «grupo» de donde surgimos como individuos. En realidad, a esta conclusión ya había llegado Ortega y Gasset, pensamiento que se resume en su frase, totalmente razonable: «Yo soy yo y mi circunstancia». Naturalmente que Gasset se refiere siempre al «individuo dialéctico» que surge del todo y como tal está sometido a las circunstancias. Es decir, su «yo» es un individuo «alienado» a las circunstancias del todo.

Pero con el tiempo, y gracias a su creatividad personal y, sobre todo, a su intuición que surge de sí mismo, el «yo» podrá «hacerse a sí mismo y librarse de toda alienación o dependencia del todo», que es la opción de la parte oculta del ser. Eso será el «nacimiento de su conciencia personal». Gasset se quedó «corto», tal vez influenciado por una época de apogeo del liberalismo y concibió al ser humano como «individuo» y no como «persona», pese a que la persona no puede evitar completamente la influencia de las «circunstancias».

Intentar proseguir este razonamiento hasta el final sería extenderse demasiado en un tema que simplemente trata de definir las características generales del hombre económico frente a la formación de su propia personalidad, pero, al menos, cabe señalar que su personalidad, lo que llegará a ser, no sólo se deberá a la necesidad de librarse de su angustia proponiéndose objetivos en el tiempo sino, sobre todo y fundamentalmente, porque la necesidad le proporcionará las creencias necesarias para llegar a lograrlos. Porque sin creencias no podrá superar la «irracionalidad» que supone «arriesgarse» y proponerse objetivos sin tener una garantía del éxito o del fracaso. Pero, es precisamente es el riesgo el que genera la libertad en sí misma. Cuantos más riesgos se asumen, más sinergia de libertad se produce, por tanto más espectaculares y creativos pueden ser, tanto los éxitos como los fracasos.

Con todo lo dicho estaríamos dando la razón a los que niegan el movimiento, porque una vez alcanzado el objetivo se detendría todo movimiento, todo progreso, todo impulso histórico. Pero no es así. Tampoco podemos apoyar a los que consideran que cualquier intento por alcanzar los ideales propuestos es una utopía porque todo es movimiento; pura subjetividad (existencialismo). Lo que justificaría el pesimismo trágico de Unamuno, o la angustia existencial de Kierkegaard, o el vitalismo «irracional» de Bergson, cuando dice que «el hombre no se conforma nunca». La respuesta a este dilema estaba ya en uno de los primeros filósofos de la historia, Parménides, quien dijo que «el movimiento es un modo de ser, de llegar a ser». Todo es cuestión de etapas, de saltos (creo que esta teoría ya la expuso, en términos parecidos, Heidegger); de llegar y volver a empezar hasta que se agote nuestra duración en el tiempo para poder volverlo a intentar. Pero ¿por qué? La razón de la imposibilidad de aprovecharnos de una vez por todas del «éxito» de nuestros objetivos es simple de entender, porque todos nosotros la hemos experimentado decenas de veces, dependiendo de nuestra ambición y de nuestro deseo de superación personal o progreso material. Cuando nos proponemos un objetivo en el tiempo comenzamos a trabajar para lograrlo en la dirección propuesta (¡sin pérdida de tiempo!); en el transcurso vamos adquiriendo conocimientos o bienes materiales en progresión directamente proporcional a los necesarios para alcanzar el objetivo, de manera que, una vez alcanzado, nos hemos creado tantas nuevas necesidad, o hemos aprendido tantas cosas nuevas, ¡que el objetivo resulta ya insuficiente y está superado! No dudo de que eso mismo me sucederá cuando crea haber alcanzado el «objetivo» que me había propuesto al iniciar la redacción de este nuevo libro, porque ya estoy experimentando la acción misma de la dialéctica y necesito volver una y otra vez sobre el manuscrito original para volver a redactar los argumentos previos, ya que «han sido de alguna manera superados». El libro nunca podrá terminarse de forma satisfactoria, sino que deberán influir otras circunstancias para que lo considere «terminado» y sus argumentos consolidados. Tan pronto como lo termine, todas las conclusiones contenidas en este libro no serán sino el «punto de partida» de un nuevo libro, de manera que estoy seguro de que cuando lo acabe ya estaré pensando en el siguiente. ¿Significa esto que estoy perdiendo el tiempo escribiendo este libro que no podré considerar nunca como satisfactoriamente terminado? ¡No, por supuesto! Nunca se «pierde el tiempo» si se emplea para la realización de un objetivo una vez que nos lo hemos propuesto. Es más, ésta es la forma más razonable y humana de utilizar el tiempo y de evolucionar en el sentido correcto, teniendo en cuenta que el ser humano es lo que es precisamente por su intuición, donde cabe «todo el mundo desconocido», y no puede evitar proponerse objetivos y evolucionar constantemente. Significa que es preciso que alcance con «éxito este primer objetivo» para poder proponerme el siguiente. Digamos que por cortos periodos de tiempo, entre uno y otro objetivo, podemos sentirnos «realizados». El tiempo que dure la emoción del éxito (alcanzar un objetivo siempre es un éxito, porque de ser un fracaso, en realidad, no hubiéramos alcanzado el objetivo tal y como nos los habíamos propuesto). Es como si hubiéramos encontrado una balsa en medio del océano, pero eso no quiere decir que con ella alcancemos tierra firme, sino que tendremos que continuar nadando tan pronto como la balsa vuelva a hacer agua. Si los descansos fueran más largos que el trabajo; es decir, si tratáramos de «vivir del éxito», seríamos eternos, porque conservaríamos más energía de la que gastamos. La historia del ser humano está compuesta de largas marchas seguidas de cortos reposos, que concuerdan, a su vez, con sus creencias y sus creaciones. Es decir, una dramática lucha dialéctica entre el progresismo creativo contra el conservadurismo inmovilista. Por último, esta forma creativa y arriesgada de evolucionar genera la propia libertad.

Así, llegamos al final de una larga reflexión de contenido más o menos filosófico que me parecía fundamental para afrontar la larga marcha del ser humano y de su economía. Este método quedará completo cuando comprendamos de qué mecanismos se sirve la vida (en este sentido todo lo que vive se esfuerza por conservar su estatus) para conservar lo conseguido por el logro de sus objetivos; es decir, de qué forma el ser humano administra sus éxitos personales y lo revierte en su propio beneficio, lo que le reporta una mayor seguridad y le libera, en cierta manera, de la angustia propia de la existencia. Pero esto es ya tema de un nuevo capítulo.







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