2. La noción del tiempo y la angustia de existir




No resulta fácil definir qué es la libertad, pero la libertad, que es el valor fundamental sobre el que se asienta el liberalismo, forzosamente tiene que poder demostrarse, o de otra forma el liberalismo sería un sistema «sin fundamento» y sin una teoría concreta. Esto nos lleva a intentar formular una primera definición sin restricciones, que sea «razonable» y «lógica» y que sería ésta: «la libertad es la sinergia que produce la creatividad». Pero esta escueta definición necesita urgentemente su desarrollo y razonamiento.

Como toda creación es una «hipótesis» el resultado de la creación no puede proveerse con exactitud, o lo que es lo mismo, las nuevas ideas no pueden realizarse tal y como se piensan porque dependen de las circunstancias aleatorias que trascurren entre la «creencia» y la «creación». Es decir, todas las ideas son «por defecto» antes de realizarse, pero al realizarse lo hacen dentro de un número ilimitado de «posibilidades», tantas como caben en la «intuición» del creador. Finalmente la idea se realiza gracias a que cuenta con algo que no está en la realidad de quien la «concibe», y ese «algo» es, precisamente, la «libertad». Así, ya tenemos que la «libertad» es lo que media entre la rígida concepción de la creencia previa y el aleatorio resultado de la creación final. Por tanto es una «sinergia» de la creación. El resultado final nunca se hubiera podido realizar sin «libertad», porque sin ella el resultado hubiera sido el previsto por la creencia inicial. ¡Pero, en ese caso, ya no hubiera sido una creación, sino una repetición, una «réplica»! ¡Sólo las máquinas son capaces de reproducir una idea tal y como estaba prevista antes de su «concepción», porque las máquinas «no creen en nada y no crean nada».

Ya tenemos algo fundamental que nos aclara qué es la libertad: «La libertad es una condición de todo ser natural que esté dotado de una mente creativa, y es el proceso de la creación en sí misma». Sólo pueden gozar de libertad aquello que «creen en algo», y es más libre cuanto más variadas y continuadas sean sus creencias y sus creaciones. Es decir, que la libertad, en realidad, es lo que hace que las creencias devengan en creaciones. Así, toda condición o ley que «limite» las creencias, limita, a su vez, las creaciones, y por tanto la propia libertad. Ahora podemos comprender por qué los planetas no son «muy creativos», porque no pueden «creer» en otra cosa que la derivada de las leyes inmutables de la gravedad.

Si consideramos ya que la libertad es lo «arriesgado» del proceso de la creación, toda libertad en potencialmente «arriesgada y desestabilizadora», salvo que esté «sujeta a ciertas limitaciones» que permitan a la propia libertad realizarse sin «destruirse». Es decir, que «la libertad debe limitarse para que sea posible la estabilidad y permanencia de las cosas libres».

Esta teoría, aplicada al «liberalismo», no puede sino llevarnos a la conclusión de que la libertad de la creatividad social se vuelve «arriesgada y desestabilizadora» si no está limitada por alguna ley, norma, sistema o valor moral, que al aplicarse haga posible su propia permanencia. En otras palabras, la libertad sin alguna limitación se destruiría a sí misma y dejaría de ser creativa.

La intención de este ensayo es, desde luego, hablar de liberalismo y de capitalismo, pero como ideas en sí mismas, y como si no supiéramos qué son y qué relación tienen con el ser humano y con su historia. Por tanto nos interesa hacernos una idea de la economía como concepto, pero no sólo me pregunto el «qué es», sino «por qué es». La respuesta de por qué es la economía sólo puede tener sus causas en una «necesidad», ya que todo es porque necesita ser. Puesto que hablamos de los seres vivos en general, pero del ser humano en particular, ya tenemos establecido que la economía es por causa de una «necesidad del ser humano».

Tanto el fisiócrata Quensay, como los economistas históricos Smith, Ricardo o Marx se preguntaron también qué era y por qué era la economía, pero consideraron que la causa estaba en los instintos o a la psicología humana, irracional y misteriosa, es decir, su «egoísmo natural», pero sin concretar de dónde provenía ese egoísmo. Precisamente para encontrar la respuesta tenemos que preguntarnos, a su vez, qué es y por qué es el ser humano.

El ser natural tiene necesidades, porque todo lo que tiene una duración está en el tiempo, y con su estar o vivir, crea, a su vez, su propio tiempo. El tiempo crea todas las necesidades de las cosas naturales, tanto si están animadas como si no. Ahora bien, puesto que hablamos de economía y de libertad, conviene puntualizar que el devenir del ser en el tiempo necesita, más que otra cosa, de libertad, ya que el devenir será una constante «creación de sí mismo», y, como hemos dicho, la creación en sí mismo produce libertad, porque toda creación es «aleatoria y nunca es fiel a sí misma».

Jean Paul Sartre, uno de los últimos filósofos existencialistas, que arengaba en las barricadas a los estudiantes en el París revolucionario de los años 60 del siglo pasado con su sentido de la «nada» existencial, llegó a sostener que «existir significa estar sosteniéndose en la nada»; es decir, que la persona creativa no tiene nada en que apoyarse, que es pura subjetividad, y que por mucho que lo intente no se librara de ella. Sin duda que comparto esta tesis, pero, no obstante, creo que «todo se sustenta en algo», y el ser humano no es una excepción. La misma ley de la gravitación nos demuestra que debido al «movimiento» un cuerpo es capaz de sustentarse en el vacío gracias al equilibrio entre la velocidad y su masa, girando en torno a otros cuerpos con más masa que ellos, que, a su vez, giran alrededor de otros.

En efecto, el ser se incorpora directamente en el tiempo, y el tiempo es movimiento; su existencia es, a partir del momento de su incorporación, «una cuestión de movimiento en el tiempo»; sin tiempo no habría existencia, lo que nos lleva a preguntarnos qué es el tiempo. Una definición simple del tiempo sería ésta: «El tiempo es la duración del ser incorporado». También podemos decir que el tiempo es la duración del ser que es algo en concreto, porque el tiempo dura tanto como su «duración».

Por tanto tenemos ya a un individuo, que por el hecho de ser natural tiene una duración limitada de tiempo, es decir, tiene «duración». Cuando este individuo llegue a tomar conciencia de esta circunstancia, es probable que sienta una profunda angustia al saber que por el hecho de ser en el tiempo está condenado a dejar de ser, debido a su duración. Para concebir esta idea sólo tiene que «tomar consciencia del tiempo», y esa es precisamente la razón que provocará en él un primer «rechazo de la vida»; «un sentimiento trágico de la vida», en palabras de nuestro filósofo, más o menos existencialista, Unamuno. ¿Es por ello que los recién nacidos lloran apenas comienzan a respirar? ¿No tendrán ya una intuición del tiempo y eso les provocará la primera sensación de angustia, que, a su vez, provoca el llanto? Lo razonable, y que forma parte de fundamental de nuestra reflexión, es que su «aparición en el mundo» les obliga por primera vez a ser «creativos y empezar a generar su propia libertad», porque, por primera vez tendrán que hacer algo para sobrevivir, es decir, «crear para vivir», aunque la primera creación no sea más que respirar, que es «instintiva». Con el nacimiento del ser humano nace, a su vez, el principio de su «duración», su «creatividad», y su «libertad», y todo para satisfacer sus nuevas necesidades por el hecho simple de vivir y ser en el tiempo. En otras palabras, nace el «hombre libre y económico», de manera que la economía y la libertad nacen con la vida misma.

Ahora comprendo en toda su trascendencia por qué pone Shakespeare en boca del atribulado príncipe de Dinamarca, mientras sostenía la calavera de su padre difunto: «Ser o no ser, esa es la cuestión». Tal vez Shakespeare quiso expresar así su angustia por el paso del tiempo, pues si bien ser (estar vivo) tiene su lado agradable y feliz, contiene irreversiblemente el lado amargo e infeliz de la certeza de la muerte. Por tanto el dilema es saber si conviene ser o no haber sido, y ahorrarnos así toda la angustia de nuestra existencia. Obviamente Hamlet se hace la pregunta cuando ya es, por lo que resulta del todo inútil. Conocemos el ser cuando ya es y no podemos pretender conocerlo «como si no fuera». Heidegger, otro filósofo temporalista, lo expresa de esta manera: «El hombre se encuentra siendo, teniendo que ser, decidiéndose a ser, esforzándose por ser con la angustia de desconocer su futuro».

El bebé toma rápidamente consciencia de su nueva situación unos segundos después de nacer, justo el tiempo que tarde en «abrir los ojos a la realidad». Tal vez el único reflejo que nos quede de los instintos del animal sea el de respirar, el resto es fruto de la conciencia, o de la concepción de nosotros mismo y del mundo que nos rodea. Otra vez tengo que citar a Sartre, verdadero especialista de la existencia, cuando dice que «el hombre existe primero, se encuentra, surge en el mundo y se define después».

La experiencia visual y sensorial de la realidad pondrá inmediatamente los mecanismos propios de la conciencia humana, y, a partir de ese momento, aprenderá a ser un «ser humano» en todo el extenso y trascendental sentido de la palabra, cuyas reglas y códigos los encontrará en su tradición familiar, en su cultura social y en su historia. Es decir, en el mundo al que se ha incorporado su existencia; en nuestro mundo. Pero es necesaria una última observación: todo este prodigio no sucedería de no ser por la «necesidad», y la necesidad es lo que estimula el conocimiento de las cosas y la aparición de la propia conciencia.

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