8. Una teoría válida de la economía de mercado





Llegados a este capítulo, es conveniente repasar todo cuanto hemos dicho hasta ahora, de forma que podamos hacernos una idea lo más amplia y panorámica posible del escenario donde va ha representarse el nacimiento de la economía de mercado.

Teníamos a un individuo que a medida que toma consciencia de la existencia del tiempo se preocupa por su futuro; es decir, se ocupa de su futuro antes de que suceda. Este individuo estaba angustiado, pero no por su duración y la muerte inevitable, sino por sus necesidades más inmediatas, y combate su angustia proponiéndose objetivos en el tiempo. Pero, en primer lugar estos objetivos sólo pueden existir si ya es plenamente consciente del tiempo, y en segundo no acaba de resolver sus problemas de subjetividad, porque él mismo, con su actividad creadora, va destruyendo las condiciones previas hasta que anula los logros del objetivo, pero aumenta progresivamente su libertad en general.

Habíamos convenido que este individuo aprende a rodearse de bienes simbólicos, que poco a poco tendrán un gran valor en sí mismos, tanto como el valor de la persona a quienes representen; que existían ya unos bienes potenciales de gran valor comercial, y cuya producción no dependía de los ciclos del crecimiento de la naturaleza, sino que podían ser realizados por cualquier miembro del clan que tuviera la habilidad para ello, aunque el destinatario no fuera él mismo.

Llegábamos a la conclusión de que no es posible el comercio de estos bienes de gran valor comercial porque no hay apenas miembros en el clan que merezcan poseerlos. También veíamos como, debido a su nueva cualidad moral, este individuo creaba lazos afectivos que duraban hasta la muerte, lo que producía un constante crecimiento del clan y una peligrosa endogamia, que les movía a mezclarse con otros clanes, o formar otros nuevos, es decir, que la población aumentaba y, con ello, se creaba la tribu. Que la tribu realzaba el valor de los bienes simbólicos que hacía aumentar su producción, porque aumentaban, a su vez, el número de los que se hacían merecedores de ellos. En la medida de que la tribu alcazaba más riqueza y prosperidad, también gozaba de más libertad, y estos bienes adquirían mayor valor en sí mismos, por lo que seguramente que serían más codiciados.

Para terminar, veíamos como algunas de esas tribus descubrieron la agricultura como medio de supervivencia, en lugar de depender de las migraciones de los animales salvajes o la maduración de los frutos. Y así fue como se crearon los primeros poblados, que eran mayores que las aldeas de tribus seminómadas. Y este último será el escenario para el nacimiento de la economía de mercado y su componente de libertad.

No soy economista, pero como simple interesado, y más o menos bien instruido en esta materia, conozco las ideas fundamentales, que son, al mismo tiempo, las históricas; es decir, las del fisiócrata francés Françoise Quensay y la del liberal escocés Adam Smith. Creo que las que vienen después no hacen sino ampliar los fundamentos de estos teóricos sin añadir nada original.

Puesto que la teoría de los fisiócratas también se remontaba a una concepción primitiva basada en la agricultura y anterior al mercado, sólo queda como teoría válida la de Adam Smith, que parece haber soportado bien el paso del tiempo, y quien, en resumen consideraba que la riqueza de una nación dependía de la suma total de su producción, y que era el propio mercado, de forma libre y creativa, el que establecía el valor de las cosas. Por tanto la libertad es, en realidad, la primera condición de la economía de mercado, o de la «economía liberal».

Sin embargo, es evidente que Smith consideraba como causa principal de la producción y del consumo el «egoísmo», porque, según él mismo, «el hombre es egoísta por naturaleza». Pero habíamos visto que la producción de «bienes de clase», que son los que interesan al mercado, eran bienes con una «función social» que iba más allá del puro «egoísmo», que consiste en quererlo todo para sí mismo, sin más argumento que la pura ambición de su posesión. Por tanto la teoría de Smith falla sólo en lo relativo al egoísmo, pero acierta en lo de la «mano invisible» que regula el mercado, es decir, en la sinergia de libertad que genera la creatividad de los productos destinados al mercado.

Que el ser humano es egoísta es evidente, porque es parte de su inevitable «instinto de supervivencia», pero como individuo, tan intuitivo como instintivo, este egoísmo es progresivamente sustituido por una «moralidad social» para evitar la violencia en la convivencia, tal y como habíamos argumentado sobre el origen y utilidad de los bienes simbólicos. El ser humano desea poseer los bienes simbólicos que él mismo produce para «establecer la jerarquía del grupo sin necesidad de recurrir a la violencia». Es decir, que serán estos bienes los que «absorban» la agresividad propia de la competencia que existe en la convivencia, y que se manifestará a través del mercado. Pero, al mismo tiempo, crea bienes simbólicos que alcanzarán el valor necesario para que se conviertan en bienes de gran valor económico, y que serán consumidos sólo por aquellos que «merezcan» poseerlos.

Estas personas son las que han competido con otras y han resultado ser los «vencedores». Para establecer el estatus obtenido por la victoria en la competencia es precisamente para lo que están estos bienes, que son, a su vez, el objeto de la competencia. Esta lucha se ha desarrolla con agresividad, pero no necesariamente con violencia. Los perdedores simplemente no podrán disfrutar momentáneamente de los bienes codiciados. Es un elaborado mecanismo que debe rebajar la violencia dentro del grupo social, y que, además, y esto es lo fundamental, pondrá en marcha un modelo de economía del que se servirán, en distintos niveles, tanto ganadores como perdedores. Además, claro está, de que generará una importante sinergia de libertad social. Podríamos decir que la economía social de mercado intenta evitar tener que reafirmar los logros personales a través de un constante y permanente ritual violento y de exhibición de fuerza, y al mismo tiempo dejar abierta la posibilidad para que los perdedores sigan teniendo oportunidades de progreso dentro del sistema. Por tanto, y según esta primera deducción, a la larga estos bienes «clasistas» deberían «liberar» la sociedad y evitar la violencia, aunque no estuviera completamente libre de la agresividad que conlleva la competencia, pues la desigualdad y las jerarquías serán inevitables.

La teoría que justifica las desigualdades sociales se fundamenta en que, si bien el tiempo tiene el mismo valor para todos, el resultado productivo del uso del tiempo tiene un valor desigual para todos, porque depende de las «características personales» de cada individuo, condicionadas por su predeterminación natural: carácter y temperamento; y las ambientales: educación e instrucción.

En resumen, una teoría válida de la economía sería que «la verdadera riqueza no reside en la producción sino en el consumo»; no en el consumo de bienes de «supervivencia» sino de bienes «clasistas»; que el consumo es un deseo que nace en el hombre sin necesidad de estimularlo, porque es lo que le consolida en el nivel social que ha conseguido alcanzar gracias a su esfuerzo personal; que lo que hay que estimular es la competencia, lo que aumenta la utilidad y valor de los bienes «clasistas», incluso aquellos que comenzaron sirviendo tan solo a la supervivencia. Finalmente, que esto sólo puede desarrollarse en su plenitud en un entorno social libre y democrático. Este es el fundamento de la teoría, pero obviamente es necesario contrastarla con la historia de la economía, y ésta la situábamos en la formación de las primeras ciudades.

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