9. Las ciudades, un espacio urbano para la libre competencia





El éxito de una civilización determinada depende de la consolidación de la población de sus ciudades, pero éstas necesitan, a su vez, la consolidación previa de su entorno agrícola, del que dependerá su estabilidad inicial. La clave que encierran las ciudades es que resultan el marco adecuado para luchar contra la angustia del tiempo, ya que pretender que no existe, como se tiende en el entorno agrícola, o que éste deba sincronizarse con el ritmo propio del crecimiento y de las estaciones, es una premisa que ya no formará parte del hombre urbano, sino que esta idea quedará relegada a su pasado vinculado a la naturaleza. Por tanto la ciudad le libera de las «cadenas de la naturaleza», es decir, su alienación a ella, y le permite ir más deprisa en el logro de sus aspiraciones económicas y mentales.

En Atenas, y por primera vez, se ven los espectaculares frutos de esta teoría: una población urbana consolidada, bastante democratizada, liberada del trabajo gracias a la esclavitud y a las importaciones agrícolas, que alcanzará logros «clásicos», pero que no puede ser consolidada por culpa de su falta de visión económica. Los dos fundamentales errores de los atenienses fueron: mantener la esclavitud e impedir el crecimiento de sus ciudades con leyes democráticas pero restrictivas. De esa manera cerraban el ascenso social y su aportación de creatividad a una importante parte de la población y limitaban la necesidad de bienes en general, y de clase, que constituyen en sí mismos los de mayor valor comercial.

Atenas tenía en sí misma un gran potencial económico pero no lo supo explotar, en parte por la precariedad de su situación estratégica, siempre en guerra con su enemigo histórico, Esparta, y los imperialistas persas del otro lado del Egeo. Esta incapacidad de comprender los fundamentos de la economía quedó sobradamente expuesta en los escritos de sus dos filósofos más importantes: ni Platón ni Aristóteles comprendieron que la economía residía en el comercio de bienes aparentemente inútiles, y declararon la bondad de la «economía doméstica» de base agrícola. Con ello, no sólo no aportaron nada a sus futuros invasores, los romanos, sino que negaban la realidad de otros pueblos que prosperaban gracias a ellos, como los fenicios, los verdaderos padres de la economía moderna. Además, limitaron el desarrollo de la libertad, que no volvería a resurgir hasta el Renacimiento. Toda la Edad Media europea estuvo lastrada por la ausencia de un «sistema económico», debido en parte a la pobre visión económica de Platón y Aristóteles. San Agustín sentenció que la economía estaba para «sobrevivir y no para enriquecerse». Pero enriquecerse no es más que la consecuencia del fruto que obtienen algunas personas, las que consiguen alcanzar plenamente sus objetivos gracias a su «creatividad personal» en su angustiosa lucha contra el tiempo, por lo que es tan lícito y moral como la mera supervivencia.

Tanto los atenienses como San Agustín, quisieron detener el tiempo, canonizarlo todo, de manera que debieron creer que después de ellos ya no era posible la evolución. De hecho lo consiguieron en el arte, la filosofía y en cierta manera en la política, pero el gigantesco Olimpo de sus dioses inmutables tenía los pies de barro; les faltaba la economía, a la que no le prestaron la debida atención y, puesto que ésta es el andamiaje que soporta toda historia, la suya se les vino abajo, como se vendría abajo la romana ocho siglos después y por la misma razón.

Los romanos ilustres se vestían con sencillas túnicas. Sus casas estaban bien decoradas, pero eran relativamente austeras. Gastaban bastante dinero en el deporte, adquiriendo costosas cuadrigas, y pagando a sus jinetes (el espectáculo era la manera de «matar el tiempo» de una población sin demasiados objetivos). Las mujeres eran más «rentables» porque consumían tejidos más caros y joyas de apreciable valor, que eran las escasas mercancías de verdadero valor con las que se mantenía el comercio de las pocas ciudades importantes del imperio (la mayoría eran poblados). La mayor parte de estos bienes provenía de los artesanos de Oriente, mucho más «creativos» y avanzados que ellos. Los romanos provenían de los etruscos, un pueblo neolítico, habilidoso pero mucho más atrasado que los pueblos del Medio Oriente y del Mediterráneo, e hicieron lo que era habitual hacer por aquel tiempo: invadir, conquistar, subyugar y tributar a la población invadida. Los tributos, muchos en forma de especies, iban a parar a los almacenes del Estado romano, que se utilizaban para subvencionar la existencia de una población de fundamento burócrata y militar, cuya misión era conquistar más pueblos, someterlos y tributarlos, y así sucesivamente hasta la saturación del sistema.

Como consecuencia de ello, se desarrolló aquello que mejor servía al sistema «político-militar»: el arte de la guerra, la arquitectura y el derecho público. Lo primero para conquistar y lo segundo para conservar de la forma más efectiva y ordenada posible todo lo conquistado.

Dentro de Roma los individuos sólo tenía ante sí las oportunidades que les brindaba la conquista y las carreras fundamentales eran la política y las armas, y, al parecer, también el deporte. Cualquier persona con temperamento y ambición no tenía más opción que plantearse uno de estos tres objetivos sociales: tribuno (militaris), senador o deportista de elite. El comercio era una actividad de «extranjeros» y no comprendían que se pudiera obtener beneficios de algo que no crecía en la tierra o de la tierra. Por último, como los griegos, mantuvieron a una parte importante de la población sin acceso posible al progreso social, los esclavos y los que no eran ciudadanos romanos. Por tanto cometieron los dos errores más graves que se pueden cometer en economía: mantener la esclavitud y la subvención de los productos agrícolas, hasta el extremo de ofrecerlos gratis a sus ciudadanos. Ambas medidas limitaban la creatividad y la libertad. Estos dos errores fueron la causa de innumerables disturbios y rebeliones. En estas condiciones, el sistema sólo podía durar lo que duraran sus conquistas, y sus aspiraciones no eran más que alimentar la población romana utilizando las riquezas esquilmadas en los territorios conquistados y ornamentar con suntuosidad y grandilocuencia la capital del imperio, una forma de invertir el capital en bienes urbanos de «clase».

Cuando en el año 212, el emperador Antonino promulgó en Caracalla su edicto que concedía la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio, el sistema ya estaba saturado y se iniciaba su decadencia. Los tributos empezaban a escasear, porque los tributarios no se creían ya obligados a pagarlos, puesto que eran ciudadanos romanos y no pueblos sometidos; las legiones fueron «barbarizándose», o absorbiendo una población emigradas de las zonas no romanizadas; los patricios empezaban a abandonar las grandes ciudades, donde aumentaba la delincuencia debido a que escaseaban los alimentos subvencionados y la economía local no estaba acostumbrada a pagar por ellos; y, por si fuera poco, se abría paso una nueva religión sin un «sistema económico» concreto, pero que apoyaba la economía de la supervivencia con el intercambio de bienes sin beneficio alguno y «condenaba» el interés propio del comercio.

En estas condiciones lo mejor que le podía pasar es que el Imperio fuera invadido cuanto antes por otros pueblos que aportaran algo fresco y nuevo al sistema, y esa fue la tarea histórica de los pueblos germanos y eslavos.

Los pueblos que invadieron la Europa romanizada no lo hicieron por su gusto, sino que, a su vez, ellos estaban siendo invadidos por los hunos, procedentes de China, así es que de la necesidad hicieron virtud y se lanzaron a la conquista del mundo romano.

Su economía era de supervivencia y con fundamento en una precaria agricultura, la caza en sus frondosos bosques y la pesca en sus caudalosos y fértiles ríos, que eran los lugares donde se establecían sus poblados.

El centro económico era la «Sippen», una especie de mercado para el intercambio entre familias situado en un lugar equidistante de varios poblados (que posteriormente serían centros urbanos de gran importancia comercial). En cuanto a la agricultura y el aprovechamiento de los recursos de la naturaleza, practicaban un cierto comunismo, que consistía en el aprovechamiento común de grandes extensiones cultivables y de pastos para el ganado. Ya eran buenos artesanos e incluso formaron los primeros gremios, que fabricaban todos los utensilios necesarios para el cultivo de la tierra y de uso doméstico. Por supuesto que eran buenos guerreros, ya que uno de los fundamentos de su economía, especialmente para proveerse de aquello que no poseían o eran incapaces de fabricar, era el pillaje.

En el 476 el rey germano Odoadro entraría por fin en Roma deponiendo al último emperador, Romulus Augusto. Los pueblos que se establecen en el centro de Europa y en la península italiana gozarán de la relativa estabilidad que dio origen al feudalismo europeo entre los siglos V al XIV, y a las nuevas ciudades o «burgos», en las que surgiría la gran aventura del Renacimiento.

En cuanto a la economía y la libertad, que es lo que realmente nos interesa para el objeto de este capítulo, la Edad Media empieza y termina bajo la tutela inquisitorial de la Iglesia católica, frustrando toda posibilidad de desarrollo de cualquier «sistema económico» basado en el mercado, empeñada en convencer de las bondades de la supervivencia, un modo de economía «grato a los ojos de Dios», donde no existía la usura ni el enriquecimiento personal. Para ratificar con buenas razones filosóficas, muestra orgullosa los escritos sobre el tema de filósofos tan impresionantes y profundos como Aristóteles, quien, como ya hemos dicho, consideraba la economía doméstica, basada en la actividad agrícola, la más perfecta y conveniente para el hombre.

No fue difícil para los primeros padres de la Iglesia convencer a la población europea de su tiempo, empobrecida, inculta y, sobre todo, «profundamente ingenua», que ésta era la única forma de economía que podía darse dentro del mundo de la cristiandad. Con su negación de la economía de mercado, negó, al mismo tiempo, la creatividad personal y, con ello, prácticamente desaparecerán todas las libertades sociales y personales. Así, se consolida un feudalismo basado en el absolutismo «platónico» del Estado, fuertemente influenciado por el «sistema religioso», o el «intervencionismo» en los asuntos políticos de la Iglesia católica. Sin embargo la religión no podía ir en contra de la naturaleza de las cosas y de los efectos del tiempo, ya que de alguna forma la angustia natural por el paso del tiempo de la gente, que como decíamos provoca un irresistible deseo de proponerse objetivos, debe llevar al progreso inevitable. Así es que la Iglesia combate esta tendencia de dos formas: una absorbiendo en sí misma la energía de la población, dando origen a sus espectaculares y ostentosas realizaciones temporales: grandes iglesias, catedrales, monasterios, etc., hasta su culminación clásica con el espiritual y espectacular arte gótico; y, por otra, convirtiéndose en la administradora potencial de toda la riqueza que pueda crearse, entrando pronto en conflicto con la nobleza bárbara, que aspiraba a lo mismo pero con menos sutilezas.

Pero tanta actividad, en especial la construcción de grandes iglesias y conventos, llegaría a crear una «nueva clase social», la «burguesía» originada entre los artesanos que sirven a la Iglesia y a sus propósitos, pero también a los nobles y a sus necesidades, como el embellecimiento de sus castillos y palacios y las necesidades de sus constantes guerras.

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